La Estufa
En los comienzos de la era cristiana, los ingenieros romanos crearon el primer sistema de calefacción central: el hipocausto. El estadista y filósofo estoico Séneca escribió que varias residencias de patricios poseían “tubos incrustados en las paredes para dirigir y distribuir por toda la casa un calor suave y regular”. Los tubos eran de barro cocido y conducían el aire caliente a partir de un fuego de leña o de carbón que ardía en el sótano. Se han descubierto restos arqueológicos de sistemas de hipocausto en diferentes lugares de Europa donde antaño floreció la cultura romana.
Las ventajas de la calefacción por radiación sólo estaban al alcance de la nobleza, y con la caída del Imperio Romano el hipocausto desapareció durante siglos. Durante los primeros siglos de la Edad Media, la gente se calentaba recurriendo a los métodos toscos que había utilizado el hombre primitivo: reuniéndose alrededor de una hoguera y envolviéndose en gruesas capas de tela o piel.
En el siglo XI, adquirieron popularidad los grandes hogares situados en el centro de las vastas salas de los castillos, castigadas por las corrientes de aire, pero dado que su construcción permitía que el ochenta por ciento del calor escapara chimenea arriba, los moradores se veían obligados a mantenerse muy cerca del fuego. Algunos hogares tenían una gran pared de arcilla y ladrillo a cierta distancia de las llamas, la cual absorbía calor y volvía a irradiarlo cuando el fuego del hogar empezaba a apagarse. Sin embargo, esta idea tan sensata apenas se puso en práctica hasta el siglo XVII.
Un dispositivo más moderno fue el empleado para caldear el Louvre, en París, más de un siglo antes de que el elegante palacio junto al Sena se convirtiera en museo de arte. En 1642, ingenieros franceses instalaron en una estancia un sistema de calefacción que aspiraba aire a temperatura ambiente, a través de unas conducciones situadas alrededor de un fuego, y lo devolvía una vez calentado. Pero se formaba así un circuito cerrado que acababa por enrarecer la atmósfera. Pasarían cien años antes de que los inventores empezaran a idear maneras de aspirar aire fresco del exterior para calentarlo.
El primer cambio drástico, en materia de calefacción doméstica, del que se benefició un gran número de personas, llegó a la Europa del siglo XVIII con la Revolución industrial.
El vapor conducido a través de tuberías calentaba escuelas, iglesias, tribunales, salas de reuniones, invernaderos y las casas de los más ricos. Las superficies calientes de las tuberías a la vista resecaban el aire, produciendo continuamente un olor a polvo requemado, pero este inconveniente quedaba más que compensado por el reconfortante calor obtenido.
En esta época, había numerosos hogares provistos de un sistema de calefacción similar al hipocausto romano. Un gran horno de carbón en el sótano enviaba aire caliente a través de una red de tuberías con aberturas en las habitaciones principales. Hacia 1880, el sistema empezó a transformarse para adaptar dispositivos de vapor. El horno de carbón se utilizaba entonces para calentar un depósito de agua, y las tuberías que antes canalizaban aire caliente pasaron a conducir vapor y agua caliente hasta unas aberturas conectadas con radiadores.
Las ventajas de la calefacción por radiación sólo estaban al alcance de la nobleza, y con la caída del Imperio Romano el hipocausto desapareció durante siglos. Durante los primeros siglos de la Edad Media, la gente se calentaba recurriendo a los métodos toscos que había utilizado el hombre primitivo: reuniéndose alrededor de una hoguera y envolviéndose en gruesas capas de tela o piel.
En el siglo XI, adquirieron popularidad los grandes hogares situados en el centro de las vastas salas de los castillos, castigadas por las corrientes de aire, pero dado que su construcción permitía que el ochenta por ciento del calor escapara chimenea arriba, los moradores se veían obligados a mantenerse muy cerca del fuego. Algunos hogares tenían una gran pared de arcilla y ladrillo a cierta distancia de las llamas, la cual absorbía calor y volvía a irradiarlo cuando el fuego del hogar empezaba a apagarse. Sin embargo, esta idea tan sensata apenas se puso en práctica hasta el siglo XVII.
Un dispositivo más moderno fue el empleado para caldear el Louvre, en París, más de un siglo antes de que el elegante palacio junto al Sena se convirtiera en museo de arte. En 1642, ingenieros franceses instalaron en una estancia un sistema de calefacción que aspiraba aire a temperatura ambiente, a través de unas conducciones situadas alrededor de un fuego, y lo devolvía una vez calentado. Pero se formaba así un circuito cerrado que acababa por enrarecer la atmósfera. Pasarían cien años antes de que los inventores empezaran a idear maneras de aspirar aire fresco del exterior para calentarlo.
El primer cambio drástico, en materia de calefacción doméstica, del que se benefició un gran número de personas, llegó a la Europa del siglo XVIII con la Revolución industrial.
El vapor conducido a través de tuberías calentaba escuelas, iglesias, tribunales, salas de reuniones, invernaderos y las casas de los más ricos. Las superficies calientes de las tuberías a la vista resecaban el aire, produciendo continuamente un olor a polvo requemado, pero este inconveniente quedaba más que compensado por el reconfortante calor obtenido.
En esta época, había numerosos hogares provistos de un sistema de calefacción similar al hipocausto romano. Un gran horno de carbón en el sótano enviaba aire caliente a través de una red de tuberías con aberturas en las habitaciones principales. Hacia 1880, el sistema empezó a transformarse para adaptar dispositivos de vapor. El horno de carbón se utilizaba entonces para calentar un depósito de agua, y las tuberías que antes canalizaban aire caliente pasaron a conducir vapor y agua caliente hasta unas aberturas conectadas con radiadores.
ESTUFA ELÉCTRICA
Un 1092, una década después de que Edison diera a conocer la lámpara incandescente, los inventores británicos R. E. Crompton y J. H. Dowsing patentaron la primera estufa eléctrica para uso doméstico. El nuevo aparato consistía en un alambre de alta resistencia enrollado varias veces alrededor de una placa rectangular de hierro. El alambre, que al conducir la electricidad adquiría un brillo blanco anaranjado, estaba situado en el centro de una pantalla parabólica que concentraba y difundía el calor en un haz.
No tardaron en aparecer modelos perfeccionados de estufas eléctricas, y dos de los más notables fueron el de 1906, debido al inventor Albert Marsh, de Illinois (EEUU), cuyo elemento irradiante, de níquel y cromo, podía alcanzar temperaturas al rojo blanco sin fundirse; y la estufa británica de 1912, que sustituyó la pesada placa de hierro en la que se enrollaba el alambre calefactor por un elemento ligero de arcilla refractaria, con lo que se consiguió la primera estufa eléctrica portátil realmente eficaz.
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